Tanto las fuentes hagiográficas (es decir, las narraciones de época que buscan resaltar la prodigiosa santidad del personaje) como historiográficas (los textos basados en documentos históricos) señalan que la primera iglesia porteña que visitó la peregrina de rancio linaje santiagueño María Antonia de Paz y Figueroa (o María Antonia de San José, como era el nombre religioso que eligió para su vida consagrada en el beaterio, ya que en vida nunca fue llamada con el apodo más contemporáneo de “Mama Antula”, que pretende darle arraigos telúricos con la coartada indigenista de la lengua quechua), al llegar a Buenos Aires, fue la Iglesia de Nuestra Señora de La Piedad del Monte Calvario, a la cual entró a rezar junto a sus compañeras de viaje, fatigada de su larga caminata y habiendo sido objeto de burla por unos muchachos, a causa seguramente de su aspecto desgreñado y cansino. Era el año de 1779.
Aunque ubicada en la misma esquina que hoy forman las calles Bartolomé Mitre y Paraná, en el barrio de Congreso, no era aquella iglesia igual a la actual, que comenzó a construirse en la segunda mitad del siglo XIX, echando por tierra el viejo templo de abolengo colonial. El edificio al cual entró María Antonia databa de mediados del siglo XVIII (fue erigida como parroquia por el obispo Manuel Antonio de la Torre en 1769), era bastante estrecho y poco luminoso, y logró levantar su única torre campanario recién en 1797.
La crónica piadosa quiso reconocer en aquel ingreso a La Piedad una señal sobrenatural, como si la Madre Dolorosa que allí se veneraba, y de la cual María Antonia era tan devota, ofreciera las primicias de su maternal cobijo porteño a las caminantes, vislumbrando con ello el éxito futuro de su apostolado en la capital del Virreinato. Y, además, como anticipo de que en el pequeño camposanto parroquial, junto a las tumbas hermanadas en un crisol post mortem de españoles, criollos, indios y negros (recordemos que el primer esclavo enterrado allí, en marzo de 1770, fue el párvulo negro Hermenegildo, de ocho o nueve años), encontraría, un día, su descanso final la empeñosa misionera de los Ejercicios Espirituales.
Sin negar valor en absoluto a estos relatos, quizá la explicación sea más simple: si la Beata bajó a Buenos Aires por el camino de las postas desde Córdoba, debió ingresar en la comarca por el lado del camino desde Luján, esto es, la actual avenida Rivadavia. Desde allí no cabe duda que la primera iglesia que pudo divisar a la distancia haya sido La Piedad, como el mojón de más altura (aunque sin torre aún) en un arrabal salpicado de zanjones y de chacras. Hacia ella dirigió sus pasos, sabedora de la existencia, allí, de una imagen veneranda de la Mater Dolorosa.
Quienes deseen saber más acerca de aquella peregrinación y de su llegada a Buenos Aires, podrán leer las obras ya clásicas del P. Marcos Ezcurra (Vida de Sor María Antonia de la Paz y Figueroa) [sic] o del jesuita Justo Beguiriztain (La Beata de los Ejercicios); o el más reciente y, categóricamente, el más científico trabajo crítico-biográfico, cuya autora es Alicia Fraschina (La expulsión no fue ausencia).
Para quienes prefieran el formato audiovisual, el documental digital “María Antonia de San José, caminante y misionera” (disponible en YouTube en el canal Beatula argentina) podrá satisfacer la demanda de información.
El entierro en el camposanto parroquial
Lo cierto es que María Antonia guardaría un entrañable recuerdo de esta iglesia, por lo cual dispuso ser enterrada, del modo más humilde, en el camposanto parroquial. En la cláusula primera de su testamento había mandado entregar su cuerpo “a la tierra de que fue formado; el cual amortajado con el propio traje que públicamente visto de Beata profesa, mando sea enterrado en el camposanto de la Iglesia Parroquial de Ntra. Sra. de La Piedad de esta Ciudad, con entierro menor, rezado, y pido encarecidamente por amor de Dios a los señores curas respectivos, ejerciten esta obra de caridad con el cadáver de una indigna pecadora, en atención a mi notoria pobreza. A consecuencia pido que desde esta Casa de Ejercicios, donde me hallo enferma y donde es regular fallezca, se conduzca a mi cadáver en una hora silenciosa por cuatro peones de los actualmente están trabajando en la obra… «
En el Libro de Difuntos de la parroquia (Tomo 1769-1823), el cura D. Manuel Antonio de Castro y Careaga, registró con su firma, el 8 de marzo de 1799 , el entierro de la Beata, “de limosna” , cuya voluntad se cumplió escrupulosamente : cuatro peones negros de la fábrica de la Santa Casa de Ejercicios Espirituales condujeron, en horas de la madrugada, el cadáver, que fue dado a la huesa sin ataúd, como en un entierro de persona pobre, que los antiguos romanos llamaban “misera exequia”. El párroco de La Piedad anotó en el citado Libro de Difuntos: “..a la que sepulté en el camposanto con entierro menor de cruz baja, vigilia y misa de cuerpo presente…”
Sus hijas espirituales del “Beaterio” (así se designaba a la comunidad de beatas o mujeres que habían profesado votos simples y residían en la Santa Casa) tomaron la precaución de colocarle, a modo de almohada mortuoria, un leño de ñandubay, y su rosario entrelazado en los dedos, en previsión de la necesidad futura de identificar sus despojos, porque ya era fama su santidad.
El hallazgo de los restos en 1867 y sus dos lugares de entierro subsiguientes
Y así ocurrió; al comenzar las obras de demolición de la vieja iglesia de La Piedad para levantar el nuevo templo neorrenacentista proyectado por los arquitectos Nicolás y José Canale, también debía arrasarse con el cementerio y sus sepulturas. El Beaterio, con previsible angustia, apeló al Arzobispo Escalada, quien dispuso posponer las tareas en el obrador hasta el hallazgo de los despojos; los cuales, según el relato piadoso imposible de probar, fueron señalados por la misteriosa y fulgurante aparición de una niña, y rescatados de una segura destrucción, el 25 de mayo de 1867.
Los restos fueron enterrados, primeramente, en una urna, en el camarín de la Virgen, y el 26 de setiembre de 1913 fueron trasladados al nuevo mausoleo artístico, ubicado sobre la nave lateral derecha y propiciado por el canónigo Marcos Ezcurra, quien presidía la comisión encargada de postular la canonización de la Beata y fue un activo divulgador de su vida y de sus obras.
El mausoleo artístico
Este mausoleo de mármol, con forma de altar adosado al muro, consta de dos partes: en la parte baja, una placa de bronce costeada por don José Portugués y otros devotos, clausura el recinto sepulcral donde se depositó el ataúd con los restos. Esta sección remata en una cornisa adornada mediante una sucesión de arcos ojivales o apuntados, con acróteras en sus extremos y en su parte central el monograma IHS (Iesu Hominum Salvator= Jesús Salvador de los Hombres) que identifica a los jesuitas y también suele significar en aquella orden Iesus Habemus Socium (= tenemos a Jesús por compañero).
En la hornacina con arco rebajado que hace de alzada, se ubicó una hermosa escultura de mármol blanco estatuario, encargada por el citado canónigo Ezcurra a un taller genovés (ignoramos su nombre) que representa a María Antonia en la plenitud de su vida y de sus energías misioneras puestas al servicio de la evangelización: va en actitud “de salida”, como suele decirse en el lenguaje eclesial contemporáneo, con gesto de caminante, dispuesta a recorrer los caminos reales rioplatenses y también los senderos aldeanos.
Según la tradición, lleva los pies descalzos. Cubre su cabeza con la toca monjil (aunque no era monja profesa, sino laica consagrada en el carisma del Beaterio) y su cuerpo con una túnica que le habría obsequiado un jesuita santiagueño expulsado junto con sus compañeros rioplatenses de la Compañía de Jesús, en 1767; en la mano derecha sostiene la cruz alta de dos varas o “cruz de misión”, que solían llevar los padres jesuitas en sus catequesis comarcales; y en la mano izquierda, abierto, el libro de los Ejercicios Espirituales según el método de San Ignacio de Loyola, que fue la obra inspiradora de su carisma espiritual y misionero.
Valoración patrimonial del sepulcro y resignificación identitaria de María Antonia de San José
El mausoleo con los restos de la ahora santa en los altares católicos fue declarado en la categoría de sepulcro histórico nacional mediante el decreto del PEN Nª 1752/ 2014, que el autor de esta nota tuvo el privilegio de redactar y gestionar, durante su desempeño honorario en la Comisión Nacional de Monumentos Históricos, acompañado en el trámite previo por las oraciones de la Hermana Zulema Sayas, madre superiora de las Hijas del Divino Salvador, y la convencida conformidad del párroco P. Raúl Laurencena. Curiosamente, el sepulcro fue declarado en momento previo a la declaratoria de la misma basílica, la cual adquirió la condición de Monumento Histórico Nacional (también a petición de quien escribe y del P. Laurencena) recién en el año 2017.
La figura de María Antonia de San José, aún antes de su canonización, fue ahora asumida y resignificada por el Estado argentino como un hito valioso de identidad y de memoria nacional, al otorgar esta declaratoria a su sepulcro (en la misma categoría patrimonial que los sepulcros de San Martín, Belgrano, Sarmiento, Rivadavia, Brown, Mariquita Sánchez, Carlos Gardel y tantos otros) y sumarla a la anterior declaratoria del año 1942, como Monumento Histórico Nacional, de la Santa Casa de Ejercicios Espirituales de la avenida Independencia, fundada por la santa en 1795, y legada por ella, como un tesoro de espiritualidad, a las siguientes generaciones de argentinos y de argentinas.