Nació sin vagina ni útero y creyó que el amor no era para ella: el primer día en Tinder encontró pareja a 10.000 kilómetros

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Hay historias que, como algunas series, necesitan una segunda temporada. Con esa introducción arranca “el después” en la vida de Karina Esper, la mujer que hace un año y medio logró por fin salir de su cueva y ganarle a lo que, hasta ese entonces, consideraba “el secreto» de su vida. Tenía 43 años cuando contó en Infobae que era “una chica Rokintansky”, es decir, que había nacido con un síndrome que es tabú precisamente porque involucra la genitalidad, la sexualidad y los mandatos de maternidad obligatoria.

El secreto del que hablaba se llama “Síndrome de Rokitansky” y se calcula que lo tiene una de cada 5.000 mujeres. Son personas que nacen sin cavidad vaginal: sus genitales se ven normales por fuera, por eso recién se dan cuenta de que algo les pasa en la adolescencia, cuando notan que no menstrúan. Algunas no tienen útero. Otras tienen lo que se conoce como útero rudimentario o macizo, que vuelve imposible llevar un embarazo.

¿Por qué pasa? “Porque se frena el crecimiento del aparato reproductor durante el tercer mes de embarazo. En mi caso, los ovarios se formaron pero el canal vaginal y el útero no. Fue como haber cortado una fruta que todavía estaba verde”, cuenta Karina a Infobae, que está en Buenos Aires, pero esta vez sólo de visita.Las personas que nacen con esta condición no tienen cavidad vaginal. Algunas no tienen útero. Otras tienen lo que se conocen como útero rudimentario o macizo, que vuelve imposible llevar un embarazo.

Su historia fue leída por más de 150.000 personas y marcó un punto de inflexión en su vida. La contactaron adolescentes y adultas que jamás habían hablado del tema y llevaban años sufriendo en silencio: no sólo por no poder tener una buena vida sexual sino por haberse enterado en la adolescencia que no iban a poder tener hijos biológicos. Encontrarlas, acompañarlas y hacer el puente para que puedan hacerse la reconstrucción del canal vaginal en el Hospital Rivadavia, la ayudó a sanar emocionalmente y, evidentemente, a pasar de pantalla.

“Un útero con patas”

Karina tenía 20 años y no había podido tener relaciones sexuales. Recién a esa edad, y después de cuatro años de médico en médico, uno acertó el diagnóstico. Por miedo al dolor -y por todo lo que a veces nos cuesta poner y volver a poner el cuerpo-, tardó un año en animarse a la cirugía. Lo que siguió fueron varios meses en cama y un año con un tutor, una especie de dilatador que tuvo que llevar puesto para que el conducto no se cerrara.

“Esa parte quedó perfecta pero mi salud mental empezó a trabajar mal. Pensaba ‘si no puedo ser madre no voy a poder hacer feliz a nadie’”, recuerda. Con cada pareja que tuvo reafirmó la creencia de la “mujer envase”.

Tuvo un novio que tenía siete hermanos. Con él entabló una larga relación frenada por una creencia sólida: que algún día él iba a querer continuar con el legado de la familia numerosa, una misión para la que ella “no servía”. Enterarse, poco después de la separación, que él iba a ser padre la desarmó, como un volcán de arena en la orilla, cuando un lengüetazo de mar le pasa por encima.

Tuvo cuatro parejas estables “pero yo tenía una pesadilla recurrente: que me iba a casar y que mi marido iba a dejar embarazada a la secretaria, a una amiga, a cualquier otra mujer”. Todavía en silencio -poquísimas amigas sabían lo que le pasaba y su mamá tenía prohibido decir una palabra- tomó diferentes atajos: eligió hombres con los que sabía que no iba a llegar lejos primero, estuvo 10 años sola después. También se mostró públicamente como una soltera por elección, en pleno “livin’ la vida loca”.

“Era mi escudo”, piensa ahora. Sentirse obligada a tener que contarle a un hombre y exponerse a que saliera corriendo, se ofendiera o terminara dejándola con excusas – “como me pasó”- alimentó la decisión de soledad. Muchas veces le ofrecieron presentarle a alguien, Karina siempre dijo que no.

“Estaba convencida de que el amor no era para mí. Si el amor de pareja venía pegado a la maternidad entonces no era para mí. Todavía no me había dado cuenta de que cuando uno se enamora se supone que se enamora de una mujer, no de un útero con patas”. Era, además, otro momento cultural: el mandato de maternidad no se cuestionaba, la mayoría creía que una mujer se completaba cuando tenía hijos, parecía que los hijos solo eran hijos si eran biológicos, y pocas mujeres se animaban a asumir que no deseaban ser madres.

“Estaba convencida de que el amor no era para mí. Si el amor de pareja venía pegado a la maternidad entonces no era para mí», recuerda ella.

“Tenía eso metido en la cabeza, como que era mi función: si no podía ser madre entonces era una mujer incompleta. Además, idealizaba el embarazo. Yo soñaba con usar una remera que dijera ‘bebé a bordo’, o ‘no estoy gorda, estoy embarazada’. Había construido toda una fantasía alrededor, creía que el embarazo era el mejor momento del mundo y a que a mí no me iba a tocar. Eso hacemos las chicas Rokintansky: como no lo podemos tener, lo idealizamos”.

Fueron sus amigas, que se espantaron cuando estuvieron embarazadas y Karina quiso regalarles esas remeras, las que abrieron un signo de pregunta entre esas creencias.

También su piscóloga, “que me hizo entender que yo era una mujer completa, que no era un útero caminando. Que yo tenía muchas otras cosas para dar, y muy valiosas: mi amor, mi lealtad, el valor de mi palabra, la responsabilidad. Que había otras formas de tener hijos y que también cabía la posibilidad de no querer”.

Karina había fundado Mayna en 2011, una agrupación para encontrarse con otras “chicas Rokinstansky” y transitar juntas los temas que suelen acorralarlas: la depresión, la creencia de que no son suficiente, de que sin posibilidad de ser madres biológicas la vida no tiene sentido, los pensamientos suicidas.

Probó con hombres con los que no tenía futuro, estuvo 10 años sola, se mostró como una soltera divertida. «Era mi escudo», dice.

Estaba conteniendo a una de ellas, que se negaba a salir del encierro después de una separación, y le dijo que bajara la aplicación de citas Tinder. “Le insistí mil veces, ella estaba muy mal y yo quería que viera que había otros hombres ahí afuera. Pero la verdad yo no creía en eso, tenía 43 años, yo necesito verle la cara al otro, ver qué pasa, no tengo paciencia para estar chateando”. Pero el planteo se le dio vuelta, porque la otra chica Rokitansky le contestó: “¿Y vos? ¿por qué no te la bajás vos?”.

Karina bajó la aplicación para demostrar que lo había intentado pero puso todas las trabas posibles: pidió que no estuviera a más de 5 kilómetros de su casa y que tuviera únicamente entre 40 y 42 años. A la mañana siguiente, se subió al 107 para ir a trabajar, empezó a pasar fotos y una le gustó. Le puso un corazón. Dos minutos después, Juan hizo lo mismo e inició una conversación.

—Buen día—, dijo ella.

—Para mí ‘buenas tardes’, vivo en Ibiza—, contestó él.

Leña para el carbón: Karina tenía pruebas para demostrar que lo había intentado pero que, otra vez, le había tocado un imposible. No le puso demasiada voluntad al chat, ni siquiera cuando él le contó que era argentino, que vivía en España hacía 20 años pero que estaba por viajar a Buenos Aires de visita. “Muy poca voluntad le puse”, se ríe ella ahora. “¿Para qué? ¿Para que viniera y después tener un amor a la distancia? Si el amor a la distancia no existe…”.

En diciembre de 2017, Juan viajó a Argentina. Karina le puso excusas durante 4 días hasta que le propuso un plan alejado de toda chance de que pasara algo interesante: verse un domingo a las 4 de la tarde. Pensó que él iba a decir que no, pero dijo que sí. Karina fue “pero a las puteadas”, cuenta, y se sigue riendo. “Y eran las 3 de la mañana y yo seguía con él. En un momento, como él estaba de visita, apareció el hermano. Y no me preguntes cómo, me vi a mi misma diciéndole ‘cuña’. ¿Cómo pasé de no querer ir a decirle cuña al hermano en la cita 1?”.

Karina y Juan estuvieron juntos todo diciembre, en enero se fueron a la Costa y, cuando volvieron, él cambió el pasaje para quedarse un mes más con ella. “Y un día, ya cuando estaba para volver, me dijo: ¿y ahora?”. “Imaginate, ¿íbamos a hacer de cuenta que eso no nos había pasado?”. Juan estaba separado pero tenía en Ibiza dos hijas y un trabajo de administrador de departamentos de temporada: se había enamorado de Karina pero no podía quedarse en Argentina.

En diciembre de 2017, Juan viajó a Argentina. Karina le puso excusas durante 4 días hasta que le propuso un plan alejado de toda chance de que pasara algo interesante: verse un domingo a las 4 de la tarde.

¿Qué tenía él de diferente? ¿Era el Príncipe azul, que había venido desde otro planeta a salvarla? “No, yo había cambiado. Por primera vez en la vida había aprendido a quererme como soy”. Juan le dijo que él no tenía pensado tener más hijos pero que, si para ella era importante, podían conversarlo. Karina viajó a conocer su vida, se quedó tres meses, volvió a Argentina. En Buenos Aires se despidió de su gente y desde hace más de un año vive con él en Ibiza, a 10.230 kilómetros de Devoto, donde vivía.

“Yo nunca había convivido con nadie. Pasé de eso a irme a otro país, a vivir en una isla y a vivir con alguien a quien conocía hacía meses. Fue todo o nada, me costó el desarraigo pero superamos la prueba. Desde que entendí que no soy menos mujer por no ser madre, algo cambió. Ahora te digo que no quiero, ya está. Seguimos proyectando una familia juntos, pero una familia que no depende de que haya hijos propios, sino de que seamos compañeros de vida”.

Con las hijas de él, que tienen 12 y 20 años, Karina se hace llamar “la madrastra”. Dice que la gente se horroriza, porque así como los cuentos hablan de príncipes salvadores, también hablan de madrastras malvadas. “Yo creo que hay que reivindicar ese título, es un vínculo más que suma, no una competencia entre mujeres”.

Desde Ibiza, además, sigue pendiente de allanarles el camino a las otras “chicas Rokintansky” que le escriben a su perfil. Esa es la clave detrás de la idea de maternaje: entablar lazos profundos de amor y cuidado, no necesariamente de sangre.

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