Amelia Bannan era policía y trabajaba en la comisaría de la mujer de San Pedro, una pequeña ciudad de Misiones. Viajar a Posadas junto a otros colegas para completar un curso de perfeccionamiento era una rutina que repetía todos los meses. Esta vez, sin embargo, algo había cambiado. Amelia estaba embarazada y, el día anterior al viaje, le dijo a sus compañeras: «Vamos a ir sólo para volcar». La retaron, le pidieron que no dijera una barbaridad así pero una de ellas hizo de una superstición, ciencia: «Recen, porque lo que dicen las embarazadas, se cumple».
Eran las 6.30 de la mañana del 1 de noviembre de 2016 y la claridad del amanecer ya iluminaba la ruta limpia. No venían autos de frente ni atrás pero, repentinamente, el Chevrolet Onix que conducía el novio de Amelia -también policía- se despistó y dio cinco vuelcos. Tanto él como los otros tres policías lograron salir por sus propios medios. Amelia no: tuvieron que arrancarla de entre las chapas fruncidas y quedó tendida en el pasto, inconsciente. Tenía 33 años y 4 meses y medio de gestación.
«Los partes médicos eran desgarradores. Tenía una fractura de cráneo con coágulos de sangre en la parte derecha de la cabeza. Estaba en coma y el daño cerebral era muy grave. Tenía pocas posibilidades de vida, no sabían si pasaba la primera noche», cuenta a Infobae César Bannan, su hermano mayor. «Si ella tenía pocas chances de vivir, el bebé tenía menos. Cuando preguntamos por él nos dijeron: ‘La prioridad es Amelia'».
Ninguno de los tres hermanos de ella sabía bien qué hacer. «Estaba viva pero vos la veías y parecía muerta», recuerda César. «Nosotros rezábamos, pedíamos una oportunidad. La única opción que teníamos era Dios». No pedían sólo por ella sino por un bebé que, en ese entonces, no pesaba más de 200 gramos. Sabían el valor que tenía para ella ese hijo porque la habían visto sufrir dos años antes, después de haber perdido su primer embarazo.
Amelia parecía inerte pero su panza seguía creciendo bajo las sábanas blancas de la terapia intensiva. Fueron 54 días en los que no empeoró pero tampoco despertó ni reaccionó a ningún estímulo sensorial. El 24 de diciembre el panorama volvió a oscurecerse: Norma, su hermana, entró a verla y notó que tenía fiebre. «Había vuelto a tener un gesto en la cara. Era un gesto de dolor. Estaba teniendo contracciones», sigue César.
Como no tenía movimientos voluntarios, no había ninguna chance de pensar en un parto natural. Santino nació por cesárea una hora y cuatro minutos antes del comienzo de la Navidad. Era un bebé prematuro, pesaba 1,890 kg. y había sobrevivido a un embarazo de alto riesgo. Él estaba estable, su mamá seguía en coma. Los hermanos de Amelia se hicieron cargo de él y la ayuda llegó de formas inesperadas: «Una enfermera del hospital, que había sido mamá poco antes, se ofreció a amamantarlo. Se turnaban con una periodista de acá, que cubrió el caso desde el comienzo. Ella también venía y le daba el pecho. Santino se prendía sin problemas».
Como Amelia seguía en terapia intensiva, tenían prohibido entrar a verla con el bebé. «Recién cuando tenía dos semanas, logramos convencer a la doctora para que nos dejara entrar con él. Nos dijo: ‘Cinco minutos, es muy peligroso por el riesgo de infecciones’. Se lo apoyamos en el pecho y él se acomodó y se quedó tranquilito con su mamá. La doctora lo pellizcó un poco para que llorara y Amelia lo escuchara. Te lo cuento y me emociono. Cuando le miramos la cara a mi hermana, le estaba cayendo una lágrima. Ahí dijimos: ‘Dios mío, nos está escuchando».
Sus hermanos decidieron comenzar a hablarle, a leerle el diario, a intentar mostrarle el camino de regreso: «Amelia, tu bebé está bien, toma la mamadera cada tres horas, está sano, está esperando que te despiertes para que lo cuides». Al mes de nacimiento, la pasaron a otra sala: «Le hablábamos y era como hablarle al viento, pero cuando llevábamos a Santino era distinto. Si te quedabas cerca, veías cómo se le erizaba la piel cuando lo tocaba».
Lo que sucedía cada vez que los juntaban motivó a César a pedir ayuda a la vicegobernación de Misiones. Les dijo: «Está viva. Su hijo también. Por favor, todavía tienen una oportunidad». A fines de febrero, a Amelia le hicieron una traqueotomía y la trasladaron a una clínica de rehabilitación integral en Posadas. Su hermana se mudó cerca para poder llevarle al bebé dos veces por día. Fue en abril que Amelia habló por primera vez.
«Era un día más. Ella estaba ahí, con los ojos abiertos pero la mirada desenfocada. Le estábamos diciendo ‘Hoy es viernes, llueve, Santino ya tiene las vacunas’. Y ella dijo: ‘Si’. Nos quedamos todos en silencio y le preguntamos: ‘¿Nos estás escuchando?’. Y contestó: ‘Si’. Uf, mi otra hermana se le tiró encima, la abrazó, se largó a llorar, le decía ‘vas a ver que te vamos a sacar adelante, vas a ver». Los hermanos empezaron a mostrarle fotos de ella embarazada, tocándose la panza.
«Es que a veces decía ‘qué lindo tu hijo, Norma’, no se daba cuenta quién era la mamá del bebé. Entonces le mostrábamos las fotos de la panza y las ecografías, pensábamos que así podía conectar con lo feliz que se había puesto cuando se había enterado de que era varón». Los médicos los alentaban: sigan hablándole, sigan.
Amelia había entrado a lo que se conoce como «estado mínimo de consciencia». Maximo Zimerman, doctor en Neurociencias y jefe de la Clínica de Neurorehabilitación de Ineco (Instituto de Neurología Cognitiva) lo pone en contexto: «Es cuando empieza a haber fijación visual o seguimiento de un objeto, localización ante estímulos dolorosos o auditivos y comienzan a hacer movimientos automáticos, como rascarse. Después, suelen aparecer habilidades para manejar algunos objetos y para tener cierta comunicación», explica a Infobae. Y agrega:
«Ahora bien, hay pacientes que pueden tener esta evolución y otros que permanecen en estado vegetativo por meses o años. Sin dudas, su edad y la estimulación multisensorial que recibió esta joven hicieron la diferencia. No sólo hablo de la rehabilitación integral sino del afecto de su familia y de la posibilidad que le dieron de poder tocar todos los días a su hijo».
Era triste verla llorar pero para sus hermanos «esas lágrimas eran un signo de vida. Queríamos que recuperara sus sentimientos», sigue César. El 14 de octubre, un día antes del Día de la madre, le dieron el alta. Su hermana Norma se los llevó a vivir a una nueva casa, a una cuadra de la de César. Juntos la llevaron a la Costanera, para que volviera a sentir el aire de río en la cara como si fuera la primera vez.
«Todos los días va logrando algo nuevo. Está aprendiendo a escribir, ya le sale su firma. Camina un poco sola y está volviendo lentamente a manejar sus dedos. El otro día, Santino estaba llorando y ella se paró y se fue agarrando de la pared hasta que llegó a la cunita. Todavía no lo puede alzar pero pudo agarrar el chupete y ponérselo en la boca».
Los hermanos saben que si Amelia sigue con rehabilitación y los estímulos que instintivamente inventaron, puede seguir mejorando. «A veces, cuando puedo parar de correr, porque yo también tengo dos hijas, me siento a mirarlos. Miro a Santino, lo veo gatear, y no lo puedo creer. Pienso en la Navidad pasada, cuando creíamos que se nos morían los dos y me emociono, perdoname. Y pienso en cómo se dieron vida mutuamente.
Ella porque pudo mantenerlo en la panza, porque si nacía en el accidente no tenía forma de sobrevivir. Y él también, porque aunque desde afuera Amelia parecía muerta, él desde adentro seguía dándole vida».