Un viaje al violento centro de la Tierra

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Un hoyo negro, que parece infinito, está a nuestros pies. La decisión está tomada, pero eso no baja la ansiedad: a las minas se entra, sin tener certeza de salir con vida.

En la boca del túnel, de un metro de diámetro, dos hombres accionan la polea de madera y, uno a uno, el videasta Jesús Olarte, el fotógrafo Juan Barreto y la periodista María Isabel Sánchez, descendemos aferrados a una cuerda hasta el final del socavón.

Como por fuerza de gravedad, vamos atraídos por la certidumbre de encontrar ahí el cierre de la historia sobre la minería ilegal de oro en Venezuela, un mundo donde reinan la violencia, la impunidad y el miedo. Poco a poco, sin mirar hacia abajo. La linterna en la frente fue abriendo paso en la oscuridad.

Aprovechando la celebración de los carnavales, cuando la intensa actualidad venezolana da una tregua, decidimos viajar al estado Bolívar, el más grande y de mayor riqueza mineral del país, para visitar los pueblitos de El Callao y Tumeremo, donde hace un año ocurrió una horrenda masacre de mineros.

La Fiscalía encontró 17 cuerpos -de 28 personas reportadas como desaparecidas-, casi todos con tiros de gracia en la cabeza. En el aeropuerto de Puerto Ordaz, una de las principales ciudades de Bolívar, nos esperaba un taxista recomendado y, tras un recorrido en el que vimos a varios contactos que nos hablaron de los problemas de salud e inseguridad que sufre el estado, fuimos hacia nuestro destino final. Llegamos pasadas las ocho de la noche, luego de más de tres horas por una carretera solitaria.

Desbordado El Callao por su famoso carnaval, que recientemente había declarado la Unesco Patrimonio Inmaterial de la Humanidad, debimos dormir en un modesto hotel de Tumeremo, por cuya calle del frente pasaban a cada rato cientos de personas bailando calipso.

Esa música contagiosa, herencia de los antepasados antillanos que llegaron durante la fiebre del oro en el siglo XIX, retumbaba en grandes altoparlantes móviles empujados por un grupo de hombres, todas las noches y hasta el amanecer.

Desde Tumeremo, donde sólo se transa con dinero en efectivo, nos desplazábamos en taxis destartalados, cuyos choferes nos compartían relatos de terror. Un aire muy pesado se respira en toda esa región.

No hay allí quien no hable de las bandas de malandros (delincuentes) que controlan la vida en estos pueblos mineros del oriente venezolano, abandonados a su suerte: Mineros baleados, apuñalados o descuartizados aparecen con frecuencia en medio de una anárquica guerra de mafiosos que, armados con fusiles R-15, FAL y AK-47, se disputan el control de los yacimientos.

Las bandas imponen sus reglas a punta de fuego y todos deben pagar extorsiones: los comerciantes, los transportistas, los pequeños abastos y cada uno de los eslabones de la cadena de explotación artesanal ilegal del oro, desde el minero hasta el dueño de los molinos donde se tritura el material extraído de los barrancos. «Impuesto» o «vacuna», les dice la gente.

Nos llama la atención ver cómo ese régimen fue asimilado por la población. Haciendo una metáfora de cuando un conductor no respeta el rojo del semáforo, los lugareños suelen decir que cuando alguien aparece muerto por ahí es porque «se comió la luz». La violencia en la zona parece algo normal.

Nuestro principal objetivo era entonces conocer de cerca el submundo de la minería ilegal. Pero no se puede -ni se debe- entrar a las minas sin la autorización del grupo mafioso que ejerce en ellas el control. Más de una semana de preparación, haciendo contactos desde Caracas, rindió sus frutos. Eso y un poco de suerte.

Desde hace más de un año, la malaria se propaga sin control por el país desde las minas, gigantescos criaderos del mosquito transmisor del mal. A la mañana siguiente de nuestra llegada, fuimos a primera hora al centro de malariología de Tumeremo, donde sabíamos que se formaban, a diario, largas filas de mineros. Allí entrevistamos a varios que esperaban, alicaídos, a que les hicieran la prueba. Uno de ellos fue quien nos introdujo en Nacupay, una de las minas más violentas de la región.

Argenis, un hombre recio de 47 años, cumplió su palabra. Apenas le dijeron que no tenía malaria, regresó a la mina, en los alrededores de El Callao, y pidió permiso. No sabemos a quién. Habíamos intercambiado nuestros números de celular y esperamos, con impaciencia, a que nos llamara.

Pasado el mediodía, tomamos con prisa el taxi que nos llevó a su encuentro desde Tumeremo. La media hora que separa a los dos pueblos se nos hizo eterna. Abordamos una camioneta en la que Argenis y otros dos mineros, uno de ellos adolescente, llegaron a recogernos al terminal de transporte de El Callao. Bromeamos en el camino para bajar la tensión de no saber muy bien quiénes nos llevaban ni a dónde.

A pocos kilómetros, dejamos el vehículo a la orilla de la carretera y nos adentramos a pie en las minas de Nacupay. Bajo un cielo azul, apenas salpicado por unas nubes, varios hombres y algunas mujeres sacaban material rocoso en el cauce de un río y otros lo lavaban en bateas con mercurio. Entre unos árboles, unos pocos comían o descansaban en casuchas improvisadas con plástico negro y cuatro palos, de donde colgaban las hamacas cubiertas con unos mosquiteros raídos y sucios.

Caminando un poco por el sector, predominantemente de minería a cielo abierto, vimos también huecos donde asomaban luces de linternas. Miramos hacia abajo en uno de ellos y una chica levantó su rostro hacia la boca del túnel, sonriendo para la cámara de Juan.

Regresamos al hotel al final de la tarde, contentos pero no conformes. Los días siguientes, entre la cobertura del carnaval, seguimos haciendo gestiones para entrar a otra mina. Uno de los contactos hechos desde Caracas nos refirió finalmente a un dirigente minero que nos llevó a los molinos del sector de La Ramona, donde están las que son quizás las únicas minas artesanales no controladas por las mafias.

A la entrada del caserío hay un puesto de control militar que instaló el gobierno luego de que, hace casi un año, el principal líder de los mineros de La Ramona fue asesinado a tiros por negarse a cooperar con las bandas. Al pasar por ahí, nuestro guía pide a los guardias que lo apoyen con algo de vigilancia, mientras permanezcamos en el sector.

Vamos con alguien que vive amenazado de muerte. A bordo de su camioneta, por unas callejuelas de barro, llegamos a un rústico cobertizo de madera donde un enjambre de hombres trabaja sin parar triturando en los molinos los sacos de material llevados por los mineros.

Con el estruendo de los molinos, seguimos paso a paso el proceso en el que días de duro trabajo se convierten en partículas del codiciado metal. Por cada gramo les darán 90.000 bolívares (33 dólares) en cualquiera de las casas de compra de oro que abundan en estos pueblos. Pero en una semana pueden ganar mucho más de lo que percibe en un mes un profesional en este país asfixiado por las penurias económicas.

Custodiados por dos militares en motocicleta, dejamos el molino y nuestro contacto nos llevó al centro de El Callao, donde ya todo era baile, calipso y ron. Sentíamos que aún nos faltaba algo, pero había que dejar que pasara el feriado de carnaval.

El primer día de marzo nos levantamos muy temprano, salimos del hotel y tomamos nuestro último taxi hacia El Callao. Terminábamos seis largos días en los que le huimos a los mosquitos, nos desvelamos con el calipso, hicimos rendir los bolívares que llevábamos y, a diario, desayunamos arepa con café cargado de azúcar y almorzamos pollo con yuca.

Una camioneta blanca nos esperaba en el terminal. El dirigente minero que nos había llevado a los molinos un par de días antes nos envió a otro que nos transportó, con todo y maletas, a la mina La Culebra, llamada así porque sus vetas serpentean.

Disponíamos apenas de un par de horas, antes de empezar a buscar cómo irnos al aeropuerto de Puerto Ordaz.

Estamos a 30 metros bajo tierra y un ligero olor a gases emana de las galerías. Hay bochorno, pero no falta el aire. Desde la superficie, a través de un tubo, llega un poco de oxígeno a la cavidad donde un joven minero, finalmente, nos muestra por dónde va la veta de oro.

Algo de polvo y roca cae, y se corta el silencio. La tierra está floja en un sector donde la perforación ya encontró agua; pero arriba los mineros ya alistan los troncos de madera que usarán más tarde para reforzar las paredes del túnel.

Un derrumbe es apenas uno de los riesgos que enfrentan las decenas de miles de hombres y mujeres que buscan oro de forma artesanal en Bolívar. En eso nos fuimos pensando mientras, ahora sí satisfechos, tomábamos el camino de regreso. Para los mineros vale la pena, aunque viajando al centro de la tierra se puede llegar a ver el rostro de la muerte.

Fuente: la nación

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