En realidad, fue la desesperación la que llevó al general José de San Martín (1778-1850) a embarcarse en la desatinada aventura de cruzar los Andes con un grupo de hombres que apenas si podrían considerarse un ejército.
“Seis años de revolución y los enemigos victoriosos por todas partes nos oprimen. ¡Falta de jefes militares y nuestra desunión son las causales! ¡Se podrán remediar! Puede demostrarse que no podemos hacer una guerra de orden por más tiempo de dos años, por falta de numerario”, dice en 1816, exigiendo la inmediata declaración de la independencia, el San Martín del historiador Antonio Pérez Amuchástegui (De Mendoza a Guayaquil).
En la ficción –si es que cabe distinguirla de la verdad que, teóricamente, debería proporcionarnos la ciencia histórica– el máximo héroe argentino, el Padre de la Patria, parece haberlo hecho para su gloria personal y para constituirse en una parte esencial de nuestra identidad.
Identidad que se ha ido forjando a lo largo de 200 años de existencia con una extraña combinación de hazañas desmesuradas de esta índole y bajezas que todos conocemos y de las que mejor no hablar.
En esto, que vendría a ser lo fundamental, y pese al transcurso de 41 años, no hay grandes diferencias entre El Santo de la Espada de Leopoldo Torre Nilsson, estrenada el 25 de marzo de 1970 y Revolución, el Cruce de los Andes de Leandro Ipiña, que se puede ver en estos días en los cines de todo el país.
La comparación, costumbre tan odiosa como tentadora, acaso brinde algún fruto si se la contextualiza en forma conveniente. En efecto, no es lo mismo encarar una ficción sobre San Martín en un país gobernado por militares que exaltan la patria y sus símbolos como valores sagrados e intocables hasta la exageración, que hacerlo después de más de 25 años de democracia continuada en la que el vapuleado prócer ha sido bajado del bronce por una variada fauna de escritores, seudohistoriadores y autores de novelas históricas de dudosa veracidad.
Además, la versión de Torre Nilsson, precedida por el agradecimiento a una ristra de instituciones militares y fuerzas de seguridad, se basa en el libro de Ricardo Rojas, adaptado por la escritora Beatriz Guido con la que el director mantuvo una prolífica relación artística y sentimental, e intenta reflejar la vida de San Martín desde su llegada a las costas del Río de la Plata en 1812 hasta su partida al exilio en 1825.
En cambio, Ipiña, con un guión que le pertenece, se enfoca en la gesta del Cruce de los Andes en 1817. La película termina con la victoria en la batalla de Chacabuco y con la imagen de un San Martín vigoroso y triunfal. Salvadas las circunstancias, en ambas películas campean los tópicos de la épica nacional, irreductibles al paso del tiempo.
Patria, libertad, heroísmo
Torre Nilsson era un director más avezado que Ipiña cuando filmó El Santo de la Espada y su versión está lejos de ser, como algunos pretenden, una historia para Billiken , la vieja revista que guió nuestra infancia. Hay en ella destellos de un San Martín humano y dubitativo que poca gracia le habrá hecho al rígido oficialismo político de aquellos tiempos.
Pero la suya es una versión lineal, cronológica, en la que la patria es la patria sin necesidad de ninguna explicación, lo mismo que la libertad; y el heroísmo es el sargento Cabral dejando su vida en la primera batalla por salvar a su jefe, muriendo feliz porque el enemigo ha sido derrotado.
Revolución comienza en 1880 cuando un periodista ambiguo –un tanto estúpido, pero sensible– entrevista en una pensión de mala muerte al anciano –y olvidado por la sociedad y el Gobierno– Manuel Esteban de Corvalán, supuesto amanuense del general usado como recurso narrativo sofisticado y sugerente.
Se trata de un personaje ficticio, aunque hubo un Manuel Corvalán colaborando con la campaña militar. Pero era un general nacido en Mendoza en 1774 al que San Martín le confió los establecimientos de armería, maestranza, parque y demás anexos de artillería y no tomó parte en la expedición a Chile.
“¿Qué es la patria?”, pregunta –y se pregunta– este anciano casi senil que, ante los balbuceos incoherentes del sorprendido periodista, cambia de tema y, con genuina voz de mando, le ordena que le alcance una caja. “¿Por qué peleamos”?, le espeta también en forma inesperada el general San Martín al jefe del batallón de negros con el que juega una partida de ajedrez. “Por la libertad”, contesta el azorado militar y desata una reflexión que concreta el sentido de la palabra y la coloca en el contexto de la guerra por la independencia de América. “Estamos haciendo algo grande”, dice San Martín.
La incomprensión
de Buenos Aires
Alfredo Alcón, actor que personifica al héroe en el filme de Torre Nilsson –bastante más parecido que De la Serna al San Martín que conocemos por la variada iconografía disponible hoy– se pasa toda la película quejándose de la incomprensión y la falta de apoyo de Buenos Aires. Por una decisión nada inocente, Torre Nilsson pone en escena a Juan Facundo Quiroga. Luego de un visteo de sables intrascendente desde lo argumental, San Martín expresa su admiración por el coraje de Quiroga. “Hombres aguerridos como éste son los que necesitamos”, dirá. No serían pocos los que quedaron disconformes con la inclusión de esta escena.
Ese San Martín se empeña en dejar claro hasta el cansancio que no tiene ambiciones políticas, que no le gustan los fastos ni los honores y que está dispuesto a cualquier sacrificio en aras de la emancipación americana. Héctor Alterio representa a un Simón Bolívar (1783-1830) mezquino y ambicioso, renuente a ayudar a nuestro héroe al que se le iluminan los ojos cuando escucha el legendario renunciamiento sanmartiniano. En el contraste, San Martín gana por varios cuerpos.
De la Serna encarna un San Martín que habla como español, con tonada muy distinta de quienes lo rodean, haciendo notorio que nuestro máximo héroe sólo pasó en América los 13 años que transcurren entre 1812 y 1825 (y en lo que es hoy Argentina, mucho menos), pero que también vive reclamando con poco éxito el respaldo porteño.
Ambos son asaltados por dudas y vacilaciones que se agudizan con sus enfermedades, combatidas a puro opio y que no eran más que dolencias pasajeras, como parece demostrarlo la larga vida del prócer (murió a los 72 años).
De la guerra y el amor
En cambio a Remedios de Escalada (1797-1823), la sufrida esposa del héroe, la muerte le llegó muy pronto, a los 25 años, por una tuberculosis fulminante. Evangelina Salazar protagoniza con Alfredo Alcón un almibarado y trágico romance en el que el guerrero aparece en toda su dimensión humana. Torre Nilsson no escatima tiempo en prolongadas escenas de ternura conyugal y tranquilidad hogareña con la que ambos sueñan, sobre todo Remedios.
Para Ipiña, en cambio, que –cabe recordarlo– se ciñe al cruce de los Andes, esa relación tiene una presencia tenue, más acorde con lo que aparentemente representó para el San Martín histórico.
Hay más todavía: Fray Luis Beltrán es el cura-militar protagónico de Torres Nilsson, como fabricante de armas y organizador de la artillería del Ejército de los Andes. José Félix Esquivel y Aldao (“El fraile Aldao”) es el dubitativo cura de Revolución que va a impartir extremaunciones y termina empuñando las armas con crueldad inusitada. Luego, en la historia “real”, Aldao –nada que ver con Camilo– fue uno de los tantos caudillos federales aliados de Juan Manuel de Rosas.
El Santo de la Espada dura casi dos horas y cuando termina, la sensación es de serena satisfacción. Revolución, el Cruce de los Andes tiene una hora y media larga y uno se queda con ganas de ver más.
A la película de Torre Nilsson la vieron 2.600.000 espectadores. ¿Cuántos argentinos presenciarán esta nueva gesta de San Martín que vuelve a bajar del bronce y a salir de los manuales para instalarse en la pantalla?
El santo de la espada. Dirección: Leopoldo Torre Nilsson. Guión: Beatriz Guido y Luis Pico Estrada, según novela de Ricardo Rojas con la adaptación de Leopoldo Torre Nilsson y Ulyses Petit de Murat. Intérpretes: Alfredo Alcón, Evangelina Salazar, Lautaro Murúa, Ana María Picchio, Héctor Alterio. Fecha de Estreno: 25 de marzo de 1970.
Revolución, El cruce de Los Andes. Dirección: Leandro Ipiña. Guión: Andrés Maino, Leandro Ipiña. Interpretes: Juan Ciancio, Lautaro Delgado, León Dogodny, Pablo Ribba, Rodrigo De La Serna, Víctor Carrizo. Música: Sebastián Escofet
Fuente: La Voz del Interior