El manto verde y tupido del campo está amarillo y raleado de tanta pisoteada. Debajo del escenario se amontonan papelitos de colores, basura de alegrías transcurridas. Los quioscos ya no cargan las heladeras con el fervor inicial y en un rincón de las parrillas, brillantes de grasa color alazán tostado, se amontonan los últimos chorizos.
La escenografía festivalera que armó una ciudad en la ciudad comienza a desmontarse. Fueron 10 días con sus noches y si todavía queda la catarsis del lunes cuartetero, el Festival de Doma y Folklore terminó. Y como era de esperar dejó tela para cortar.
Antes que nada corresponde celebrar que una vez más se cumplió el objetivo primordial del evento. Mejor o peor que otros años, también en este se ayudará a las cooperadoras de las 20 escuelas de Jesús María y Colonia Caroya. Es decir, la esencia del festival que une y moviliza a hombres y mujeres de una comunidad detrás del bien común, persiste. Ese es su gran capital.
Palabras
El discurso sobre la argentinidad que el festival intenta reflejar se vuelve más anacrónico cuanto más exasperado. Lo que se vocifera desde el palco de la jineteada, por ejemplo, es por momentos desopilante y revela el espíritu que anima a estos grandes saludadores: «Apure el tranco como si lo esperase el patrón», le decía un relator a un jinete que se acercaba para retirar su premio después de las montas del torneo Jinetes de la Patria.
También quedó claro que para ellos es evidente que no es lo mismo que se lastime un jinete uruguayo, como sucedió tres veces en la jornada del jueves, que uno de los «nuestros». Los payadores oredenan en versos ese pensamiento. Entre ellos, Nicolás Membriani, el más joven, demostró la poco frecuente destreza de payar en vals, habanera, cifra y zamba, además de miolnga. Los locutores del escenario apelan al trazo grueso del grito y el agite, pero sin libretos que más o menos ordenen pensamientos -para no hablar de la gramática-, como diría Yupanqui «es puro grito nomás».
Gestos
Pero como nudos que llegan al peine, estás declaraciones de nobleza gaucha que abundan en la explicación de lo que debería ser, se topan enseguida con el relato de la realidad. Más que una manifestación sobre las tradiciones, Jesús María, como todo encuentro multitudinario, es inevitablemente la representación de la realidad, que es articulada y compleja. La circulación de música en las distintas regiones del festival, es indicativa de esta complejidad. La música folklórica es uno de los elementos principales, ya que toda enunciación de pertenencia se hace en nombre del folklore y los valores que refleja.
Sin embargo, después de las 12 de la noche, con suerte se puede escuchar folklore casi exclusivamente en el escenario Martín Fierro. En los quioscos de la zona de la feria, sobre las vías y al Paseo del Huerto, lo que se escucha es prevalentemente música de cuarteto. La zona bolichera que se ubica en las instalaciones del Club Alianza, detrás del anfiteatro dispara un amplio abanico, desde electrónica hasta cumbia.
Lo notable es que nada de eso existiría si no fuese por el folklore, es decir por el Festival de Jesús María, que es la marca que convoca, aun si muchos de los jóvenes que escabian por esos rincones no tienen el menor interés por él y esa manera de argentinidad que promueve.
Música
De lo que pasó en el escenario hubo mucho para rescatar. Es justo decir que la programación resultó en general equilibrada, reflejó la variedad del folklore actual y logró buenos momentos, incluso más allá del tradicional mal gusto de Jesús María. Se nota que el festival se sacó el lastre vergonzoso de los artistas que en lugar de poner talento ponen dinero para subir al escenario. Eso, además de dignificar una manifestación cuyo fin está en la educación, dio lugar a programas más dinámicos, con menos artistas actuando por más tiempo.
Jorge Rojas, el Chaqueño Palavecino y Soledad, la tríada taquillera del folklore, cumplieron con lo que se esperaba de ellos; Abel Pintos demostró que es una artista listo para grandes cosas; Peteco Carabajal dejó en claro que a él nadie le marca tendencias; con actuaciones breves pero contundentes, Los Hauyra y Canto 4 mostraron que puede haber algo más detrás de la energía juvenil; Los Tekis celebraron con acento propio -y algunas canciones bolivianas- la dimensión espectacular de un concierto. Lo de Los Manseros Santiagueños se veía venir: hace tiempo que el público rinde cariñoso tributo a los últimos exponentes de una manera de cantar de la que de un modo un otro están hechos todos los que pasaron por el Martín Fierro. En materia de agite hubo mucho, pero en materia de sensibilidad, la noche del primer domingo resultó entre lo más logrado: Teresa Parodi, Jairo y Raly Barrionuevo, cada uno desde su lugar, cantaron canciones, que como mucho de lo que sucedió en estos 10 días, reflejaron distintas maneras de ser argentino.
Fuente: La Voz del Interior