“Imaginemos que Monzó ya tiene pactado ofrecer en el futuro cercano diputados hoy oficialistas que le responden para falicitarle el quorum y las votaciones en el recinto -al presidente electo- a Alberto Fernández, ¿para qué pagar semejante cargo por anticipado? Además, ni me quiero imaginar lo que será la repartija de espacios entre peronistas y kirchneristas. Cuando no hay un mango para ofrecer, algo que no ocurrió en 2003, la caja que queda para hacer política y distribuir poder es ésa”, señaló un cabalgador premium de peripecias legislativas a Ámbito Financiero.
El cargo del defensor del Pueblo, que representa a los ciudadanos frente al Estado y a privados que prestan servicios públicos, es una insólita vacante que dejó el cristinismo desde 2009, cuando renunció Eduardo Mondino. En su lugar asumió el adjunto Anselmo Sella, cuyo mandato venció a fines de 2013. Durante el macrismo, y luego de varias vueltas, hacia fines de 2017 quedó definida una terna integrada por el cordobés Humberto Roggero, propuesto por el PJ; el economista Jorge Sarghini, impulsado por el oscilante Massa; y el actual defensor del Pueblo porteño, Alejandro Amor. Tras un ramillete de críticas de las organizaciones no gubernamentales y la falta de acuerdo para votar a uno de los tres postulantes, la discusión quedó frenada.
“Nos enteramos hace poco y no dan los tiempos para realizar todo el procedimiento antes del recambio legislativo. Emilio -Monzó- puede llegar a generar los difíciles consensos y tener dos tercios de los votos necesarios en ambas cámaras, pero especuló mucho este año sobre su futuro y ahora es un poco tarde. Además, Diputados no es lo mismo que Senado. Encima, el problema no está acá, sino enfrente. Si no, vayan a preguntar a los peronistas”, manifestaron desde el propio oficialismo a este diario.
Lo cierto es que la acelerada intención de la dupla Monzó-Massa por la Defensoría del Pueblo -un fastuoso espacio y beneficios dignos de un ministerio- choca con la idea política de enlazar este cargo a otras designaciones, como puestos en la Auditoría General de la Nación o el futuro jefe de la procuración penitenciaria. A todo esto debe sumarse que el PJ y los kirchneristas dejaron sin votar más de 100 pliegos judiciales y el cargo del procurador general de la Nación. Golosinas en una bolsa que será tajeada a diestra y siniestra por el próxima gestión.
Con respecto a la bicameral, el último recuerdo de funcionamiento exitoso ocurrió entre 2016 y 2017 bajo la presidencia de la senadora Marta Varela (PRO), quien pudo avanzar con la más que demorada integración del Comité contra la Tortura, que entre sus principales funciones se encuentra la de monitorear los lugares de detención y la defensa de los derechos de las personas privadas de su libertad. La historia de este comité comenzó en 2002, cuando el país participó del proceso por el que se adoptó el Protocolo Facultativo de la Convención contra la Tortura y otros Tratos o Penas Crueles, Inhumanos o Degradantes de Naciones Unidas.
Argentina fue el sexto país en ratificarlo, el 15 de noviembre de 2004, aunque el protocolo facultativo entró en vigor el 22 de junio de 2006. Recién a fines de 2012 -cada país debía generar su propio mecanismo- el Congreso, entonces con cómoda mayoría kirchnerista en ambas cámaras, sancionó la creación del “Sistema Nacional de Prevención de la Tortura y Otros Tratos o Penas Crueles, Inhumanos o Degradantes”, ley que se reglamentó el 7 de enero de 2013. A partir de allí, el Frente para la Victoria cajoneó la instrumentación. En el entonces Senado K, uno de los principales defensores fue el actual diputado nacional cristichavista Daniel Filmus, recordada espada del Memorando de entendimiento entre la Argentina e Irán.
Mariano Casal/Ámbito