«Hoy ha llegado la salvación a esta casa»

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Jesús entró en Jericó y atravesaba la cuidad. Allí vivía un hombre muy rico
llamado Zaqueo, que era el jefe de los publicanos.

Él quería ver quién era Jesús, pero no podía a causa de la multitud, porque era de baja estatura. Entonces se adelantó y subió a un sicomoro para poder verlo, porque iba a pasar por allí.

Al llegar a ese lugar, Jesús miró hacia arriba y le dijo: «Zaqueo, baja pronto, porque hoy tengo que alojarme en tu casa». Zaqueo bajó rápidamente y lo recibió con alegría.

Al ver esto, todos murmuraban, diciendo: «Se ha ido a alojar en casa de un pecador». Pero Zaqueo dijo resueltamente al Señor: «Señor, voy a dar la mitad de mis bienes a los pobres, y si he perjudicado a alguien, le daré cuatro veces más».

Jesús le dijo: «Hoy ha llegado la salvación a esta casa, ya que también este hombres es un hijo de Abraham, porque el Hijo del hombre vino a buscar y a salvar lo que estaba perdido».

Palabra del Señor

Comentario

Hermanos y hermanas bandeños: ¡feliz domingo! Que el gozo, la paz y la fe de
parte de Dios Padre y de Jesucristo, el Señor, esté ahora y siempre con nosotros; y que
el Amor de la Virgen María nos lleve de la mano hasta el Cielo. ¡Amén!

¡Noviembre, dichoso mes…! ¡Que comienza con todos los santos y termina con
San Andrés! Gracias al Señor por habernos permitido transcurrir un octubre lleno de
bendiciones. Noviembre se vino con todo: el viernes hemos celebrado a todos los
santos, ayer tuvimos la oportunidad de orar por todos los fieles difuntos. Hoy,
celebraríamos a San Martín de Porres, santo humilde y servicial. El lunes once, a cada
chancho le tocará su San Martín, pues celebraremos a este santo obispo de Tours, de los
primeros siglos de la Iglesia. Diez días después, celebraremos la Presentación de la
Virgen María. El veintidós cantaremos las alabanzas a Dios junto a Santa Cecilia,
patrona de la música; y culminaremos con la Fiesta del Apóstol San Andrés.
¡Menudas razones para dar gracias a Dios, por tantos ejemplos de santidad!

Último tramo

En esta oportunidad, la Liturgia nos propone meditar juntos los primeros diez
versículos del capítulo 19 del Evangelio según San Lucas. Jesús está a pocos kilómetros
de terminar su trayecto hacia Jerusalén: habiendo partido de Nazaret, y habiendo
atravesado la hostil Samaría, ahora se halla en tierra amiga: Jericó. Paso obligado era
esta última ciudad antes de entrar triunfante en Jerusalén, donde entregará su vida por
nosotros.

Ese “afirmarse en su voluntad de ir a Jerusalén” (Lc 9, 51) con la que inauguró
el viaje que desembocará necesariamente en su Pasión, ahora estaba por cumplirse
definitivamente. Ya estaba llegando a destino.

Dos que vieren ver

En medio de este caminar, sucede un episodio que algunos biblistas titulan
como: “dos personas que quieren ver”. Por un lado, un ciego que, al borde del camino,
oye que Jesús se estaba acercando; y le clama por su curación. “Jesús se detuvo y
mandó que se lo trajeran. Cuando se acercó, le preguntó: ‘¿qué quieres que haga por
ti?’. Él le dijo: ‘¡Señor, quiero ver!’. Jesús le dijo: ‘Recobra tu vista. Tu fe te ha
salvado’.” (Lc 18,40-42)

Por el otro lado, tenemos a Zaqueo, un hombrecillo de baja estatura, que no
solamente era publicano… ¡sino Jefe de publicanos! La semana pasada habíamos
aprendido cómo los fariseos eran odiados por el pueblo de Israel porque cobraban
impuestos para Roma. Pues bien, Zaqueo había comprado su título de jefe de publicanos
y se había enriquecido en demasía a costa de su trabajo.

El texto del Evangelio nos dice que Zaqueo “quería ver quién era Jesús” (v. 3), pero la gente era mucha y él era muy petiso. Por ende, decidió subirse a un árbol para poder mirar a Jesús con sus propios ojos.

Estas dos personas que quieren ver no se diferencian mucho: ambos eran olvidados y despreciados por la sociedad judía. El ciego de Jericó era “increpado por los que iban adelante para que se callara.” (Lc 18,39), era considerado una verdadera molestia; y Zaqueo era un pecador indigno de recibir a un maestro judío en su casa (v.7). Jesús no hace caso a la multitud que mandaba a callar al ciego, que gritaba más y más fuerte para llamar la atención del Mesías; y tampoco se queda viendo la panorámica de una muchedumbre que lo apretujaba y lo seguía: levanta la mirada para dirigirse solamente a Zaqueo. Ambos querían ver, y ambos terminaron viendo. Uno y otro vieron a Cristo. Y les bastó con eso.

La bondad de Cristo

Narra el Evangelio que “Jesús miró hacia arriba y le dijo: ‘Zaqueo, baja pronto, porque hoy tengo que alojarme en tu casa’. Zaqueo bajó rápidamente y lo recibió con alegría.” (vv. 5-6).

De repente, algunos murmuraron sobre Jesús, acusándolo de juntarse con pecadores. Compartir la mesa con un publicano era compartir su vida, y ninguna de las dos cosas estaba bien vista.

Jesús, verdadero Dios y verdadero Hombre, se acerca al pecador arriesgándose a que los incrédulos lo tildaran de amigo de pecadores y concluyeran erróneamente que Jesús también era un pecador. Pero Zaqueo veía algo más: era Dios mismo el que lo visitaba en su casa. Jesús soportó la herida de las murmuraciones y calumnias que caían sobre Él, con el único fin de llevar la salvación a la casa de Zaqueo. Así también soportó las heridas físicas de la flagelación y de la crucifixión, para llevarnos la salvación a cada uno de nosotros, los seres humanos. ¡Cuánto amor de Cristo para con nosotros! ¡Cuánto afán por salvar nuestra alma!

Dos interpretaciones

Aquí, los biblistas discurren entre dos posturas distintas. Algunos sostienen que el texto griego original tiene los verbos conjugados en presente, y que no debería traducirse: “Señor, voy a dar la mitad de mis bienes a los pobres, y si he perjudicado a alguien, le daré cuatro veces más” (v. 8); sino: “Señor, doy la mitad de mis bienes a los pobres, y si he perjudicado a alguien, le doy cuatro veces más.”

Parece que esta última postura lleva todas las de ganar. Sin embargo, podemos valernos de estas traducciones variadas para meditar dos aspectos de nuestra vida cristiana.

Si tomamos el texto conjugado en futuro, podemos pensar en Zaqueo como alguien dispuesto a hacer penitencia para “cubrir la multitud de pecados” (St 5, 20) que había cometido en su vida. La limosna no sólo es penitencia, sino también caridad: no me privo de lo que me sobra, sino de lo que me hace falta; no solamente para satisfacer las penitencias, sino para ayudar verdaderamente a aquél que no tiene para comer o con qué vestirse. ¡Qué grande y qué maravillosa es la limosna! Decía San Gregorio que cuando damos limosna al pobre, nos estamos ganando un abogado en el Cielo. Él testimoniará nuestra caridad frente a Dios. Por eso, Zaqueo puede ser un buen ejemplo de penitencia y caridad para todos nosotros que, habiéndonos encontrado con Jesús, buscamos unirnos más estrechamente a Él mediante la penitencia por nuestros pecados.

Ahora, si tomamos el texto conjugado en presente, podemos pensar en Zaqueo como un hombre verdaderamente justo. Si bien es cierto que este hombrecillo había comprado con su riqueza el título de jefe de publicanos, y que los impuestos que cobraba le dejaban una importante comisión, él no se guardaba dinero para sí.

Efectivamente, era rico; pero esas riquezas iban a parar en el bolsillo de los necesitados
y los que habían sufrido injusticias de su parte. Teofilacto, un Padre de la Iglesia, nos propone esta reflexión: “si se examina con más atención, nada le quedaba de su propia
fortuna. Daba la mitad de sus bienes a los pobres, y con lo que quedaba cedía a los
perjudicados el cuádruple, y no sólo prometía esto sino que también lo hacía, ‘doy y
restituyo’. Entonces el Señor le ofrece la salvación.”

Al fin y al cabo, limosna y justicia, en Israel, significaban la misma cosa. Si no
me creen a mí, creánle a San Mateo, en el capítulo seis, versículo uno. A ese binomio le
agregaría también ¡la caridad!

Nuestra riqueza

En el capítulo doce del Evangelio según San Lucas, unos hermanos quieren que Jesús les resuelva una cuestión –tan antigua como el mundo y tan actual como la pantalla por la que estás leyendo esto– de herencias. Jesús no les soluciona el problema, pero les enseña con una parábola que todas las riquezas acumuladas no podrán ser disfrutadas en el momento de la muerte. “Así es el que atesora riquezas para sí y no es rico a los ojos de Dios”. (Lc 12,21).

Hoy, que hablamos de la herencia de la tía, del precio del dólar, del aumento de la nafta, de los puestos de trabajo más importantes, del FMI, de las financieras, de créditos UVA, de resúmenes de tarjetas, de terrenos, de departamentos, de alquileres, de autos y motos, de celulares “J” y de tantas cosas que claman por ser tenidas… hace falta también escuchar estas palabras que le dirige Jesús a los hermanos: “ser ricos a los ojos de Dios”.

Para los judíos, la dignidad radicaba en “ser hijo de Abraham” (v. 9). Para nosotros, los cristianos, nuestro honor y nuestra riqueza más profunda, la mejor herencia que nos han dejado nuestros padres, el tesoro más grande, la joya más reluciente y la corona más hermosa… ¡el bien más preciado, la riqueza más importante… es ser hijos de Dios por el bautismo! Así lo dice San Juan en su primera carta: “Miren qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos realmente!” (1Jn 3,1).

Invitación

La invitación para esta semana es sencilla: imitar a Zaqueo tanto “en presente” como “en futuro”. Es decir, practicar la limosna concretamente, derribando prejuicios y categorizaciones apresuradas. Pero que duela, aunque sea un poquito. Que se sienta que me privo de algo para que el hermano más necesitado pueda disfrutar de una comida o de una vestimenta digna. Que ese anónimo reciba de nuestro tiempo y que podamos conocerle, al menos, el nombre y el apellido.

Y también, estamos invitados a practicar la justicia. Cada uno de nosotros haría bien en examinar nuestra conciencia y descubrir si somos injustos de una u otra manera.

¿Cumplimos con nuestras obligaciones? ¿Estudiamos o trabajamos con empeño o nos
tiramos a menos? ¿Cuidamos de nuestra casa y de nuestro ambiente? ¿Respetamos a
nuestros familiares y amigos, y los ayudamos en sus necesidades? Desde nuestra
reparación, contemplemos a Cristo, el verdadero Justo, que ha venido a ofrecernos a
nosotros la salvación.

Limosna, justicia, caridad… estas virtudes, practicadas en y con la familia, nos
alcanzarán de Jesús estas mismas palabras: “hoy, la salvación ha llegado a esta casa”.

¡Feliz domingo para todos!

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