Que el gran dolor se nos hunda en el pecho
impregnando las lágrimas y los viejos acuerdos.
Lloremos por el viajero que nos deja su obra y su bandera.
Repartamos su sal entre nosotros.
Bebamos de su vino para andar casi ebrios lo que queda del camino.
Después de llorar lo suficiente hasta quedarnos sin lágrimas
que aflore también una tierna sonrisa
para alivianar las alas de quien vuela en el tiempo.
Cantemos al unísono su voz con penas duras de exilio
y alcemos juveniles su bombo compañero.
Su corazón es nuestro.
Seguiremos latiendo con la tierra en esta rueda divina y eterna.
Brindémosle al viajero el deseo de una estrella.
Adiós, Chango.
Peteco Carabajal